(30 de abril de 1990)
Karol Wojtyla, Supremo Pontífice de la Iglesia Católica, es el estadista con más presencia política en el mundo actual. Esto no puede soslayarse, al margen de reconocer que su actividad de pastor espiritual es prioritaria.
Un hombre con una expresión de ternura ha sido capaz de mover las fuerzas sociales en Polonia y generar esta reacción en cadena de acontecimientos políticos en el mundo socialista, que culminaron con la increíble unidad de las dos repúblicas alemanas.
Juan Pablo II ha estado aquí, en México, y todos recordamos su carisma y capacidad para aglutinar a millones de mexicanos de diferente fervor religioso en torno a sus ideas y a muchos de sus conceptos.
El Papa viene de nuevo a nuestro país, invitado en su calidad de representante de un estado y sin actitudes clandestinas u oscuras, sino con la sencillez de un gobierno como el nuestro, que entiende que lo cortés no nos quita lo valiente y que lo jurídico no impide ver una realidad que actualmente está sujeta a revisión en un debate democrático nacional que gradualmente sedimentará lo que mejor le conviene a nuestro país en la compleja relación Iglesia-Estado con el difícil binomio de entender política-religión.
Un hombre dotado de esta preclara inteligencia, y con una formación humanística excepcional, tiene la grave responsabilidad de ser el líder espiritual de millones de seres humanos en este planeta, a los cuales tiene que guiar en una encrucijada histórica en la que las fuerzas de lo material y el hedonismo anestésico del espíritu parecen predominar en la juventud mundial.
Nuestro país recibirá con los brazos abiertos al político, al líder espiritual y, sobre todo, al hombre cuya sensibilidad y expresión sencilla, tierna y humana, le han ganado el respeto de todos, al margen de diferencias de opinión circunstancial.
Nuestra hospitalidad y nuestra profunda raíz espiritual deberán hacer que esta visita sea un contacto entre las fibras más especiales del hombre que están en su raíz moral, y que el efecto de esta unión se desborde en una actitud de solidaridad con quienes tienen derechos iguales pero carecen de elementales opciones de bienestar y de dignidad individual.
Nos referimos, por supuesto, a los que menos tienen y con quienes todos tenemos un compromiso que está claramente impreso en el gran libro de la espiritualidad que es la Biblia, ésa que predica y practica el Papa actual.